Texto curatorial escrito por Marcelo Arcos para inaugurar la mesa "¿Qué tiene de chilena la dramaturgia chilena?" en el contexto del encuentro Ambacham
Ésa es la pregunta que abre esta mesa. Abrimos con una pregunta y no con una afirmación, porque así colocamos en crisis la idea de identidad por medio del elemento de construcción lingüístico-narrativo que es la dramaturgia. La dramaturgia, desde ahora, no sólo entendida en torno al papel, como mera elaboración literaria, sino que más bien en su plano de acción, o sea, la dramaturgia como constructor de realidad.
Me es inevitable pensar que detrás de cada texto escrito existen decisiones tomadas por el autor, que es parte de la acción política de crear realidad por medio de la palabra. Esas decisiones son las que componen al autor como un sujeto hablante de su realidad, un generador de realidad por sobre todo, a través de su implicancia política en la sociedad, en el cómo percibe su entorno y en el cómo pretende desarrollarlo en la acción teatral.
Tomar la pregunta “¿Qué tiene de chilena la dramaturgia chilena?”, me hace pensar en otras dos preguntas: ¿Para qué se escribe dramaturgia en el Chile de hoy? Ó ¿para quién se escribe dramaturgia en el Chile de hoy?
Para abrir estas preguntas, antes quiero desenvolver una idea que da vueltas en mi cabeza desde hace un rato ya, y que trata justamente acerca del teatro y su acción, o sea, del desarrollo mismo de sus ideas.
Pienso, en primer lugar, que no debiéramos ir al teatro sólo para ver al Teatro. El teatro no es más que una operación otra sobre la realidad, pero no es realidad más que en tanto ocurre en ella como una operación más de la vida (y tal como una operación más de la vida, puede modificarla). Creo que no debiéramos salvaguardar lo que el teatro es (en su forma), sino que más bien lo que éste genera (su acción de construcción). El teatro como un elemento político no oficial, autónomo, perteneciente a la sociedad, a sus deseos, a sus sueños, a su intención profunda de hacer justicia, aunque esto suene complejo. Resguardar por estas acciones al teatro, pero nunca más allá que la Vida misma. El teatro no debiera soñarse a sí mismo, porque es la vida de los hombres que sueñan lo que hace que exista el teatro. El teatro es lo que la vida es en su tiempo y nos otorga la posibilidad material, metafísica y política de ver lo que tampoco la vida es en su tiempo, sino que aquello que podría ser, lo que está por construirse. El teatro (o el arte si se quiere) es mayor resistencia si comprende un hecho de todos en su participación, y no sólo de los teatristas o artistas o gestores de cultura, porque eso indica cuán cerrado en la academia se ha instalado el arte.
Esto último me lleva a una conversación en clases con Ramón Griffero, quien hacía hincapié en cómo la filosofía históricamente había pasado de tener una participación activa en la ciudadanía para terminar enclaustrándose en la academia. ¿Y es que acaso no sucede lo mismo con nuestra elaboración artística actual en nuestro país? Y digo esto, al menos, pensando en este centro que es Santiago, cuna de la amplia mayoría de las escuelas de teatro del país, y no en la Europa centralista que desconozco como experiencia, pero que se me acerca tanto como se me esconde como referencia. Utilizando esta cita de Ramón me pregunto: ¿A alguien le interesa lo que le sucede al teatro más que a sus creadores? Sí, podrán decir que es una crisis que corresponde a un nivel específico y por tanto hay gente señalada para resolver eso, así como un médico cardiópata se encargará de una afección cardíaca. Sí, pero estamos hablando no de un cuerpo individual, donde un enfermo es un hombre, hablo de un cuerpo colectivo, donde lo que debiera de adolecer cuando adolece no es el problema del creador, sino que más bien el problema de todo un conjunto social a resolver. El teatro dejó de ser un tema de revisión común. ¿Y cuándo lo fue se preguntarán? Bueno, cuando fue útil para la sociedad: en plenas movilizaciones obreras (revisen a Recabarren o a los dramaturgos anarquistas de inicios de siglo pasado), también cuando la brecha social se establecía cada vez más y era necesario plantear problemáticas de clase (pienso en Juan Radrigán y su marginalidad no lucrativa), o cuando la dictadura era visible asesinando y desapareciendo el cuerpo país. ¿Y es que ahora no existen motivos útiles para escribir? Yo al menos creo que los hay, sólo que todo se ha escondido bajo una hermosa alfombra comprada desde el extranjero que se llama neoliberalismo y que este Estado acogió dichoso como herencia perra para el pueblo de la dictadura. Quizás algo afectó todo este sistema económico a nuestra educación; quizás algo tiene que ver con los circuitos cerrados validantes del arte; quizás algo tiene que ver con la persecución de este estado contra los focos contraculturales de formación artística no académica, comunitarias; quizás algo tiene que ver con la pobreza delirante con sabor a quinto rebote del sueño americano gringo, muerto hace décadas que ahora los tiene con una paranoia y condiciones de salud horribles.
Agradezco estas instancias en último caso, o debiera decir en primer, porque estas instancias de autogestión provienen del puro deseo de construir arte y reflexión en comunidad. Los intereses no surgen de un afán individualista del arte en sí mismo, de los golpecitos en las espaldas de felicitaciones por el nuevo trabajo deslumbrante por su retórica fina acerca de la marginalidad. Aquí se construye arte desde un lugar parecido al obrero que se sube al andamio, así de desprotegido, así de trabajador para sobrevivir. Agradezco así a muchos como la familia Fuentes en Talca, al Fetef en Temuco, a la gente del Teatro Fiado en Hualañé, la nueva escuela uno de San Antonio, la desaparecida okupa Akí, entre otros. Instancias que no surgen de un acto académico forzado, donde después de que pagamos lo que pagamos por estudiar, debemos salir al mercado a ejercer nuestra fuerza de trabajo en el vil lugar de la competencia y el éxito, bajo acciones de producción masiva, que en muchas ocasiones carecen de profundas reflexiones sobre qué se está haciendo, porqué y para qué.
Así llego otra vez a las preguntas, por medio de la médula de ideas que construyen en parte una obra de teatro: su dramaturgia. Las preguntas: ¿para qué se escribe dramaturgia en el Chile de hoy? Y ¿para quién se escribe dramaturgia en el Chile de hoy?, parecen estar respondiéndose por medio de la trampa de la academia-arte, que acelera la producción de arte forzado bajo un encierro de reflexiones meramente estéticas, generando un avance para dentro de sí mismo y no en conjunto armónico con el suceder histórico de su sociedad. Santiago a Mil es, por citar un ejemplo, un lugar de la máquina del arte oficial, donde el arte responde primeramente al arte bajo la lógica productivista del mercado.
Pero ya quiero salirme de todo esto para volver a la pregunta inicial que me llevó a hacer este camino de ideas acerca de la academia, el teatro y su carácter de utilidad. ¿Es acaso la Muestra de Dramaturgia Nacional el lugar de referencia para hablar de una dramaturgia chilena? ¿O tal vez una compilación de un libro titulado Dramaturgia Chilena Contemporánea? En cualquiera de los casos me he situado en ambos e igual siento una presión para responder esta pregunta identitaria sobre la acción de escribir.
Para abrir un poco más éste sentir, presentaré un recuerdo vivencial que puede que sirva al caso. Y es que para la entrega de resultados de la última muestra de dramaturgia nacional, a la que asistí como oyente, realizada el año pasado en Sidarte, a cargo desde ahora por Néstor Cantillana y con la presencia de la ministra de cultura Paulina Urrutia en el escenario, fui testigo de una explicación sobre el cómo habían logrado conseguir la imagen que serviría de propaganda para esta nueva versión: se trataba de una fotografía tomada a un mural realizado por el artista callejero Vazko. Ellos le nombraban con cierta dificultad, por no encerrarse éste dentro de la academia ni de la oficialidad, por cuanto incluso apareció la palabra marginal entre sus calificativos. Vazko empezó a ser nombrado así, luego de una cita de reconocimiento a su trabajo, como un artista y entonces fue que me pregunté: ¿Es que acaso Vazko es arte gracias a que la ministra Paulina Urrutia como entidad de la cultura valida su accionar? Luego, pienso, ¿es que acaso necesitamos de logos del gobierno o de instituciones o empresas privadas en nuestros afiches para asegurar que lo que hacemos es real, útil y validado? ¿Es que acaso hizo falta en esta circunstancia un discurso inaugural de la ministra para saber qué estábamos haciendo, y para qué y para quiénes? Con esto creo que lo único que valida la escritura dramática nacional es el público que la observa, el hecho de cuánto sentido arroja en él o cuán necesaria es para formular crítica reflexiva sobre su entorno. Lo demás es una hermosa manera de agitar el lápiz con el fin de un desarrollo escritural meramente personal.
Digo, que si algo tiene de chilena una dramaturgia chilena es en aquello que encierra su forma, en el resultado de las decisiones del autor, que se ajustan a un compromiso político con su contexto país o comunidad, que es de debida urgencia y utilidad, para hacer reflexionar sobre un hecho transversal a la sociedad (ya sea ésta el vínculo estrecho ligado a un territorio de conocimiento directo con la experiencia del autor: llámese su población, su ciudad, su país, su comuna, su región, etc.), donde la acción discursiva es lo primordial, porque se da a entender desde un comienzo que no se ha escrito para el papel, sino que para formular nuevas construcciones de realidad, en un diálogo dialéctico con el que especta. Para mí ahí está la dramaturgia chilena, o del lugar que sea que se esté vinculado a su territorio, como desterritorialización de un centro que no es el Estado ni las instituciones ni la academia ni el mercado.
Y es que ¿cuántas de las obras que se han escrito han salido a la vida bajo el simple propósito de alcanzar reconocimiento entre sus pares o con el fin de ser titulado como la nueva dramaturgia chilena?
Para terminar quiero hacer un alcance sobre el efecto del teatro o la dramaturgia en este caso en el espectador. Creo que todos podemos emocionar con nuestras letras al que observa, porque las emociones son las que nos mueven, eso lo logran hasta las teleseries. Lo que me interesa es volver a rescatar la reflexión del que observa sobre cómo hacemos lo que hacemos a través del juego teatral, por medio de una escritura con sentido de utilidad para contrarrestar la oficialidad y para quienes forman parte de la ciudadanía, que no son sólo los que están inscritos en el sistema electoral.
Ésa es la pregunta que abre esta mesa. Abrimos con una pregunta y no con una afirmación, porque así colocamos en crisis la idea de identidad por medio del elemento de construcción lingüístico-narrativo que es la dramaturgia. La dramaturgia, desde ahora, no sólo entendida en torno al papel, como mera elaboración literaria, sino que más bien en su plano de acción, o sea, la dramaturgia como constructor de realidad.
Me es inevitable pensar que detrás de cada texto escrito existen decisiones tomadas por el autor, que es parte de la acción política de crear realidad por medio de la palabra. Esas decisiones son las que componen al autor como un sujeto hablante de su realidad, un generador de realidad por sobre todo, a través de su implicancia política en la sociedad, en el cómo percibe su entorno y en el cómo pretende desarrollarlo en la acción teatral.
Tomar la pregunta “¿Qué tiene de chilena la dramaturgia chilena?”, me hace pensar en otras dos preguntas: ¿Para qué se escribe dramaturgia en el Chile de hoy? Ó ¿para quién se escribe dramaturgia en el Chile de hoy?
Para abrir estas preguntas, antes quiero desenvolver una idea que da vueltas en mi cabeza desde hace un rato ya, y que trata justamente acerca del teatro y su acción, o sea, del desarrollo mismo de sus ideas.
Pienso, en primer lugar, que no debiéramos ir al teatro sólo para ver al Teatro. El teatro no es más que una operación otra sobre la realidad, pero no es realidad más que en tanto ocurre en ella como una operación más de la vida (y tal como una operación más de la vida, puede modificarla). Creo que no debiéramos salvaguardar lo que el teatro es (en su forma), sino que más bien lo que éste genera (su acción de construcción). El teatro como un elemento político no oficial, autónomo, perteneciente a la sociedad, a sus deseos, a sus sueños, a su intención profunda de hacer justicia, aunque esto suene complejo. Resguardar por estas acciones al teatro, pero nunca más allá que la Vida misma. El teatro no debiera soñarse a sí mismo, porque es la vida de los hombres que sueñan lo que hace que exista el teatro. El teatro es lo que la vida es en su tiempo y nos otorga la posibilidad material, metafísica y política de ver lo que tampoco la vida es en su tiempo, sino que aquello que podría ser, lo que está por construirse. El teatro (o el arte si se quiere) es mayor resistencia si comprende un hecho de todos en su participación, y no sólo de los teatristas o artistas o gestores de cultura, porque eso indica cuán cerrado en la academia se ha instalado el arte.
Esto último me lleva a una conversación en clases con Ramón Griffero, quien hacía hincapié en cómo la filosofía históricamente había pasado de tener una participación activa en la ciudadanía para terminar enclaustrándose en la academia. ¿Y es que acaso no sucede lo mismo con nuestra elaboración artística actual en nuestro país? Y digo esto, al menos, pensando en este centro que es Santiago, cuna de la amplia mayoría de las escuelas de teatro del país, y no en la Europa centralista que desconozco como experiencia, pero que se me acerca tanto como se me esconde como referencia. Utilizando esta cita de Ramón me pregunto: ¿A alguien le interesa lo que le sucede al teatro más que a sus creadores? Sí, podrán decir que es una crisis que corresponde a un nivel específico y por tanto hay gente señalada para resolver eso, así como un médico cardiópata se encargará de una afección cardíaca. Sí, pero estamos hablando no de un cuerpo individual, donde un enfermo es un hombre, hablo de un cuerpo colectivo, donde lo que debiera de adolecer cuando adolece no es el problema del creador, sino que más bien el problema de todo un conjunto social a resolver. El teatro dejó de ser un tema de revisión común. ¿Y cuándo lo fue se preguntarán? Bueno, cuando fue útil para la sociedad: en plenas movilizaciones obreras (revisen a Recabarren o a los dramaturgos anarquistas de inicios de siglo pasado), también cuando la brecha social se establecía cada vez más y era necesario plantear problemáticas de clase (pienso en Juan Radrigán y su marginalidad no lucrativa), o cuando la dictadura era visible asesinando y desapareciendo el cuerpo país. ¿Y es que ahora no existen motivos útiles para escribir? Yo al menos creo que los hay, sólo que todo se ha escondido bajo una hermosa alfombra comprada desde el extranjero que se llama neoliberalismo y que este Estado acogió dichoso como herencia perra para el pueblo de la dictadura. Quizás algo afectó todo este sistema económico a nuestra educación; quizás algo tiene que ver con los circuitos cerrados validantes del arte; quizás algo tiene que ver con la persecución de este estado contra los focos contraculturales de formación artística no académica, comunitarias; quizás algo tiene que ver con la pobreza delirante con sabor a quinto rebote del sueño americano gringo, muerto hace décadas que ahora los tiene con una paranoia y condiciones de salud horribles.
Agradezco estas instancias en último caso, o debiera decir en primer, porque estas instancias de autogestión provienen del puro deseo de construir arte y reflexión en comunidad. Los intereses no surgen de un afán individualista del arte en sí mismo, de los golpecitos en las espaldas de felicitaciones por el nuevo trabajo deslumbrante por su retórica fina acerca de la marginalidad. Aquí se construye arte desde un lugar parecido al obrero que se sube al andamio, así de desprotegido, así de trabajador para sobrevivir. Agradezco así a muchos como la familia Fuentes en Talca, al Fetef en Temuco, a la gente del Teatro Fiado en Hualañé, la nueva escuela uno de San Antonio, la desaparecida okupa Akí, entre otros. Instancias que no surgen de un acto académico forzado, donde después de que pagamos lo que pagamos por estudiar, debemos salir al mercado a ejercer nuestra fuerza de trabajo en el vil lugar de la competencia y el éxito, bajo acciones de producción masiva, que en muchas ocasiones carecen de profundas reflexiones sobre qué se está haciendo, porqué y para qué.
Así llego otra vez a las preguntas, por medio de la médula de ideas que construyen en parte una obra de teatro: su dramaturgia. Las preguntas: ¿para qué se escribe dramaturgia en el Chile de hoy? Y ¿para quién se escribe dramaturgia en el Chile de hoy?, parecen estar respondiéndose por medio de la trampa de la academia-arte, que acelera la producción de arte forzado bajo un encierro de reflexiones meramente estéticas, generando un avance para dentro de sí mismo y no en conjunto armónico con el suceder histórico de su sociedad. Santiago a Mil es, por citar un ejemplo, un lugar de la máquina del arte oficial, donde el arte responde primeramente al arte bajo la lógica productivista del mercado.
Pero ya quiero salirme de todo esto para volver a la pregunta inicial que me llevó a hacer este camino de ideas acerca de la academia, el teatro y su carácter de utilidad. ¿Es acaso la Muestra de Dramaturgia Nacional el lugar de referencia para hablar de una dramaturgia chilena? ¿O tal vez una compilación de un libro titulado Dramaturgia Chilena Contemporánea? En cualquiera de los casos me he situado en ambos e igual siento una presión para responder esta pregunta identitaria sobre la acción de escribir.
Para abrir un poco más éste sentir, presentaré un recuerdo vivencial que puede que sirva al caso. Y es que para la entrega de resultados de la última muestra de dramaturgia nacional, a la que asistí como oyente, realizada el año pasado en Sidarte, a cargo desde ahora por Néstor Cantillana y con la presencia de la ministra de cultura Paulina Urrutia en el escenario, fui testigo de una explicación sobre el cómo habían logrado conseguir la imagen que serviría de propaganda para esta nueva versión: se trataba de una fotografía tomada a un mural realizado por el artista callejero Vazko. Ellos le nombraban con cierta dificultad, por no encerrarse éste dentro de la academia ni de la oficialidad, por cuanto incluso apareció la palabra marginal entre sus calificativos. Vazko empezó a ser nombrado así, luego de una cita de reconocimiento a su trabajo, como un artista y entonces fue que me pregunté: ¿Es que acaso Vazko es arte gracias a que la ministra Paulina Urrutia como entidad de la cultura valida su accionar? Luego, pienso, ¿es que acaso necesitamos de logos del gobierno o de instituciones o empresas privadas en nuestros afiches para asegurar que lo que hacemos es real, útil y validado? ¿Es que acaso hizo falta en esta circunstancia un discurso inaugural de la ministra para saber qué estábamos haciendo, y para qué y para quiénes? Con esto creo que lo único que valida la escritura dramática nacional es el público que la observa, el hecho de cuánto sentido arroja en él o cuán necesaria es para formular crítica reflexiva sobre su entorno. Lo demás es una hermosa manera de agitar el lápiz con el fin de un desarrollo escritural meramente personal.
Digo, que si algo tiene de chilena una dramaturgia chilena es en aquello que encierra su forma, en el resultado de las decisiones del autor, que se ajustan a un compromiso político con su contexto país o comunidad, que es de debida urgencia y utilidad, para hacer reflexionar sobre un hecho transversal a la sociedad (ya sea ésta el vínculo estrecho ligado a un territorio de conocimiento directo con la experiencia del autor: llámese su población, su ciudad, su país, su comuna, su región, etc.), donde la acción discursiva es lo primordial, porque se da a entender desde un comienzo que no se ha escrito para el papel, sino que para formular nuevas construcciones de realidad, en un diálogo dialéctico con el que especta. Para mí ahí está la dramaturgia chilena, o del lugar que sea que se esté vinculado a su territorio, como desterritorialización de un centro que no es el Estado ni las instituciones ni la academia ni el mercado.
Y es que ¿cuántas de las obras que se han escrito han salido a la vida bajo el simple propósito de alcanzar reconocimiento entre sus pares o con el fin de ser titulado como la nueva dramaturgia chilena?
Para terminar quiero hacer un alcance sobre el efecto del teatro o la dramaturgia en este caso en el espectador. Creo que todos podemos emocionar con nuestras letras al que observa, porque las emociones son las que nos mueven, eso lo logran hasta las teleseries. Lo que me interesa es volver a rescatar la reflexión del que observa sobre cómo hacemos lo que hacemos a través del juego teatral, por medio de una escritura con sentido de utilidad para contrarrestar la oficialidad y para quienes forman parte de la ciudadanía, que no son sólo los que están inscritos en el sistema electoral.
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